Conversar


Una palabra…en español.
No.  2    Conversar


Por Aymara Lorente



Me imagino escribiendo estas ideas en una buhardilla bohemia, amueblada con unas pocas piezas que compiten inútilmente por el espacio protagónico que ocupan en las alturas el cielo y  trozos de techos parisinos, vistos a través del turbio ventanal de cristal. Una cama de cabecera de madera torneada tiene acceso directo a las estrellas, está vestida al descuido con un cubrecama de viejos encajes rosáceos, que contemplo desde muy cerca, sentada en una de las dos sillas de café que acompañan a una mesita redonda de mármol italiano. Ese imprescindible conjunto está colocado, intencionalmente, muy próximo a la base del ventanal que revela la ciudad, y cuyos cristales bajan desde el techo hasta casi tocar el piso. A pesar de la llovizna, el panorama exterior es impresionante, y mi nostalgia distingue en la cercana lejanía los amados remates góticos de Notre Dame y Saint Patrick, unidos en mi imaginación, obviando la distancia.  Contemplando el exterior, apenas me percato del ligero balanceo de mi cuerpo, y de todas las piezas de la buhardilla, provocado por el paso de carruajes, y el desnivel de las maderas crujientes del rύstico y cálido piso. Pluma en mano danzo con mi silla, en cámara lenta, entre la lámpara de pie, con pantalla de satín grisáceo salpicada de pajarillos coloridos, en pleno vuelo, y la mesita, adornada en el centro por un tapete de hilo, el cual había adquirido ese amarillo tenue del tiempo; su borde, de distinguido crochet,  me parece sumamente familiar.  Allí descansaban el tintero y mi manuscrito junto a un florero de color muy similar al del cubrecama.  Una de las esquinas del añejo piso está llena de torres de libros rodeadas de pinceles, potes de pinturas y otras misceláneas, todos semi escondidos detrás de un discreto paraban de donde cuelgan varias piezas de ropas femeninas de tejidos y colores delicados, un tanto arrugadas.  

Algunos se preguntarán que tendrá que ver esa descripción con la palabra “conversar”. Quizás no mucho, pero siempre me ha gustado esa imagen de viejos ventanales inclinados, creados de cristal y hierro, que dejan ver el cielo, las luces de la ciudad y, sobre todo, las estrellas. Además, de alguna manera tengo que empezar. En realidad mi conexión con esos pequeños estudios artísticos y románticos es puramente espiritual porque en carne y hueso yo resemblo más bien, aun a mis años, a una clásica y formalita infanta de Velázquez.  Estoy consciente que no tengo mucho en común con una Margarita Gautier, por ello posiblemente me vería totalmente fuera de contexto en ese ambiente, me guste o no la incongruencia.   Precisamente eso es lo maravilloso de la escritura, que uno puede escoger lugares y situaciones a su antojo. Quizás descuidando un poco mi aspecto, olvidando las golosinas, y ensayando una mirada lánguida, se apoderaría de mí la escuálida palidez de alguno de esos seres románticos. Me viene a la mente ahora el talentoso, sensible y desafortunado John Keats, el joven poeta británico  que sucumbió a la inseguridad personal, y sobre todo a las enfermedades de la época, en su piso temporal, y supuestamente terapéutico, en la ciudad de Roma, muy cerca de los Spanish Steps en la Plaza de España. Únicamente así, imitando a alguno de aquellos personajes fatales, encontraría forma de encajar en mi soñada buhardilla. Ahora me doy cuenta que el imaginarme en un ambiente como ese, vulnerable e impráctico, evidentemente funciona porque ya de por si estamos conversando a través de mi monólogo. Quizás sea porque los que normalmente habitaban esos lugares eran más bien solitarios soñadores,  muy necesitados de compartir y hablar, a pesar de su interés por crear y, en algunos casos, de sucumbir, en medio de la soledad.  Antes de dar la espalda, por el momento, a mi imaginaria buhardilla recorro cada esquina y todos los detalles, sólo entonces descubro algunas cosas que seguramente había colocado allí para hacerla mía, para conquistar el territorio. En una mesa de noche veo uno de los objetos más sencillos y encantadores que he poseído: mi adorada botella de farmacia francesa azul añil encontrada por azar en nuestro mar Caribe.  Mas que una simple botella, era todo un cofre por su natural y frágil contenido. A mis manos llegó prácticamente intacta; en su plano frontal decía en relieve esculpido y sobresaliente dibujado en el propio cristal en letras grandes: Paris, y debajo también se leía claramente la fecha de 1887. Imagino entonces a grandes rasgos el periplo, sin atreverme a descifrar cada detalle.  Intuyo como fue viajando, dando tumbos y rodando por las calles de aquella capital europea, hasta caer desde un puerto, o un barco, al fondo del mar. La veo navegando después contra las mareas, de Norte a Sur, o dejándose llevar por el ritmo de las corrientes del fondo del mar, hasta su reaparición entre la espuma de las olas en las aguas del mar Caribe, justamente al Norte de la playa cubana de Varadero.  Concluyo entonces que, en algún momento de su increíble viaje, una criatura oceánica sentimental, aficionada a objetos humanos, y a colores estridentes de otros mundos,  se dedicó a protegerla.  Fue mucho antes de llegar a mis manos, ya cerca de las costas de Cuba, en medio  del oleaje indomable del estrecho de la Florida, que de alguna manera se introdujo en su interior un pedazo de planta de las profundidades acuáticas.  Era una ramita seca, de ese color gris opaco matizado por la sal, que estaba bifurcada en su extremo superior, casi tocando donde comenzaba a estrecharse la botella para formar su largo cuello.  A uno de esos dos pequeños brazos desiguales de la rama se adhirió, firmemente, una concha bivalva, antiguo albergue de  un pequeño animal marino. La estructura nacarada se abrió dentro del cuerpo de la botella parisina, y nunca más pudo escapar; ya era parte inseparable de la rama, formaban un solo cuerpo.  También prendida a la planta fósil sobrevivió un trozo diminuto de coral. El conjunto formaba una obra de arte, una verdadera escultura, creación natural y única.  Ahora de vuelta a Paris traídos por mi afán de hacer mío aquel piso romántico, y gracias a la magia de los sentimientos ligados a recuerdos, los ornamentos de las profundidades del mar se aclimataron rápidamente, al fin de cuentas aquel recipiente delicado y viajero, su azul hogar, había nacido allí. Las cosas del destino, el mundo unido por los vaivenes de la marea, no importa en qué época o situación. Así pienso estamos conectados en espíritu los seres y los objetos en este mundo. Todos comunicados, conversando, intercambiando partículas universales misteriosas, de diferentes épocas y latitudes. En este caso Francia y el Caribe, cristal y naturaleza intrínsecamente unidos en tiempo y espacio, inseparables.

Cerré la puerta, y viajé en un instante, desde aquella buhardilla en mi imaginación, a estas tierras de América. De nuevo en casa, entre Europa y la isla, vuelvo a concentrarme en la palabra conversar, logrando alejar de mis pensamientos aquel inspirador refugio en las alturas.  La palabra que me ocupa, por lo que se observa a simple vista, aparece como la mezcla armónica de otras dos, verso y con, colocadas al revés;  que yo lo veo como el hecho de rimar con alguien o con otros.  Pero, como me gusta confirmar todo con los expertos, y  desde hace mucho tengo la costumbre de visitar la website del diccionario de La Real Academia de la Lengua Española, (desde los tiempos en que la pantalla de mi computadora tenia mas fondo que ancho), me dirijo a sus páginas.  Encuentro entonces, como siempre ocurre, varias definiciones que van desde las más lógicas hasta algunas sumamente curiosas: dice mi apreciado diccionario digital en su edición del tricentenario, entre otras cosas, y resumiendo, que conversar proviene del Latín conversare. Agrega además que, como verbo transitivo, significa “Dicho de una o de varias personas”, y también algo así como hablar con otra u otras. Más que claro, a mi entender, por lo tanto continuemos acercándonos a la definición que persigo. Leo con rapidez, y encuentro otra descripción muy humana y abarcadora: “vivir, habitar en compañía de otros”; y esa no la esperaba, mucho menos la otra que expresa “Hacer conversión”. Esta definición es, sencillamente, tremenda en sus consecuenciasMás adelante me tropiezo con la última variante que me deja perpleja porque conversar también quiere decir “narrar”. Creo que aquí se completó el ciclo. Una evolución perfecta. Y ahora aprovecho para rendir homenaje al trabajo de siglos de los académicos, y a todos sus desvelos. Y les pido además me disculpen por no mencionar todas las acepciones, o seguir un orden como ellos han establecido.  Porque, aunque uso mi propio estilo para este acercamiento al conocimiento vasto que regala sus páginas, no por ello dejo de entender y reconocer que lo correcto es seguir su forma organizada para incursionar en toda la información que ofrecen. Simplemente cada día estoy más agradecida a esa institución, que la veo como un verdadero regalo del cielo.  Ahora me doy cuenta que hasta me he atrevido a enviar mensaje por este medio para conversar con la RAE.  Espero que, si de alguna manera llega a sus oídos, no se enojen esos señores que la integran por tanta frescura y confianza de mi parte.

Volviendo a mi punto de vista sobre el vocablo, es indudable que cuando establecemos una conversación, si dejamos fluir con sinceridad las ideas, y si de verdad escuchamos a nuestro interlocutor, encontraremos siempre motivaciones para analizar diferentes percepciones de un mismo asunto.  De esa forma podemos confirmar la certeza de una opinión, o modificarla gracias a las variantes presentadas por otros.  Abriremos entonces nuevas y mas amplias puertas para nuestro propio pensamiento, y, sin dudas, creceremos.  Por ello no creo que exista algo más enriquecedor que un intercambio honesto, un diálogo que no esté condicionado por intereses o agendas personales.  No hay nada más terrible que tener  que reprimir nuestras opiniones; es como ser un ave que habita sola en una jaula, atormentada por el deseo de volar. La libertad de expresión es uno de los principios individuales y colectivos más sagrados, un derecho por el cual tantos seres humanos han luchado, y por cuya conquista y preservación aun siguen batallando los hombres de bien.

En todas las etapas de nuestra vida, la conversación juega un papel imprescindible. Aun cuando no participemos directamente en ella, solo el hecho de escuchar un intercambio de ideas enriquece y nos lleva a evaluar lo que sabíamos hasta ese momento. Es interesante ver a un amigo cercano, a familiares, o a nuestra pareja hablar con otros, en ese alejamiento, como espectadores, se produce siempre algún descubrimiento.  Cuando los vemos interactuar con terceros, aprendemos más de sus formas de sentir o pensar, alcanzamos un poco más a comprender sus mentes y sus almas, sus posibilidades como seres humanos, y las batallas que enfrentan, como todos, para sobreponerse a sus limitaciones.  Quizás por ese afán de vencer nuestras debilidades, y tratando además de entender el mundo también, constantemente conversamos con nosotros mismos.  Revisamos nuestros actos mentalmente, y analizamos lo que nos rodea. Y en silencio, o en voz alta, practicamos eso que llamamos hablar solos.  Claro que sin llegar al extremo de aquel idealista caballero, Don Quijote de la Mancha, creación del genio literario de Manuel de Cervantes y Saavedra, personaje que es, por supuesto, la máxima expresión de la fantasía mental y el soliloquio. El es la representación misma de la abundancia de palabras brotadas de un corazón ingenuo, solitario y romántico, que se lanza a la conquista de honor y amor, influenciado por excesivas lecturas de libros de caballería.

En mi caso, no salgo a recorrer las tierras de La Mancha, pero si me transporto en ocasiones  a aquella buhardilla encantada.  Voy cerca del cielo a meditar tendida sobre los gastados encajes olorosos a tiempo transcurrido, a ramas de lavanda, y a miles de humanas batallas contra, reales o imaginarios, rivales molinos.  Y aunque  no estoy completamente sola porque suelo conversar con las estrellas, siempre regreso a mi apreciada realidad donde, especialmente en las tardes melosas de domingo,  gracias a la afín compañía y al embrujo de la escritura y las palabras, imaginamos frases para tejer historias infinitas. Y sólo así, en medio de ese ejercicio compartido, mirando a través de los cristales de North Bergen o Paris, el mundo me parece casi perfecto.  



Comments

Popular posts from this blog

El mundo irreal

A gentle giant