Incursión en la Dolce Vita.

Por Aymara Lorente


 


Luca, un modelo casual.
Fotos de Aymara Lorente




Traspasando los límites de otros cielos, llegamos a Europa.  Los americanos y los ingleses dirían que viajamos “across the pond”, enfatizando el hecho de que el vasto mar Atlántico separa físicamente América del viejo continente, ellos tratan de minimizar, con el sentido del humor que acarrea la paradójica frase, la inmensidad del “laguito”.  Siempre he sentido fascinación por el mundo del cual llegaron los abuelos.  Por esa y otras desconocidas razones, con todo lo que me gustan las cálidas playas, las cambio, sin pensarlo, por un saltico a alguna ciudad de Europa.

Italia, como cada uno de esos viejos países, tiene sus particularidades bien definidas, al igual que sus gentes.  Desde mi primera visita a esa nación, me pareció que los italianos, a pesar de su aspecto distinguido y actitud ceremonial, que notamos especialmente en Roma y en la zona del norte, (heredado de los emperadores, supongo), son en una gran mayoría atentos, afables y sumamente pacientes en su trato personal.  Al menos esa ha sido mi experiencia, confirmada en una reciente estancia en Venecia.  Esa maravilla única de ciudad, cuyo mapa parece la invención de un genio de la ciencia ficción, es invadida en la temporada turística, desde la primavera hasta el verano, por una masa extranjera, y de otras regiones de la propia Italia.    Todos los visitantes que deambulamos por sus callecitas, navegamos sus canales y atravesamos los cientos de puentes como una colonia de hormigas, interferimos en el ritmo normal de la vida de sus habitantes.  Puede uno pensar que se encuentra en una galaxia suspendida donde asistimos a una reunión multitudinaria de las Naciones Unidas.  Sin embargo, si se logra apartar la mirada de los paisajes, excelentes museos, las cúpulas de las iglesias, los palacios y las góndolas, podemos descubrir que en medio de nosotros se mueven los verdaderos venecianos, tratando de llevar sus vidas, rutinas y acontecimientos familiares y sociales con naturalidad, a pesar de la abrumadora presencia de las hechizadas hordas extranjeras. En esos casos quizás no nos dé tiempo a plasmar la preciosa espontánea ocasión en una foto, pero si podemos disfrutar los profundos detalles humanos de esos momentos. Me vienen a la mente algunas de esas raras visiones captadas en milagrosos intermezzos.  El más emocionante de todos esos sucesos fue cuando descubrimos una masa de personas locales frente a la fachada de un teatro, una mujer salía del edificio conmovida, secándose las lágrimas.  La mayoría eran parejas, con la vestimenta normal europea de un día de oficina.  De pronto notamos una cantidad grande de niños apareciendo por una puerta lateral, de dos en dos o en pequeños grupos, dados de las manos, y los padres se les acercaban apresurados, caminando a su lado por unos segundos para felicitarlos antes de que se alejaran, ya de regreso a la escuela después de lo que aparentemente había sido una representación teatral.  Los niños iban vestidos con atuendos sencillos confeccionados con papeles de colores, nada de fancy trajes o brillos. Fue una escena que me hizo pensar un poco más en la verdadera ciudad y sus gentes, y logró demostrarme y recordarme, para mi bien, que todo el que me rodeaba no estaba de vacaciones, ni era un turista.  Hubo otras dos ocasiones similares, una en las afueras del museo de la Academia donde, al nosotros salir, notamos a un grupo numeroso de niños, que no llegaban a los diez años, reuniéndose a las puertas del edificio, organizándose gracias a la diligencia de algunos mayores y una monja que los acompañaba, preparándose para atravesar aquella puerta que los llevaba a un mundo de riqueza artística e histórica del cual eran cercanos herederos.  También recuerdo otro de estos momentos cuando vimos, dentro de alguno de los grandes museos que visitamos, un numeroso grupo de jóvenes, de educación secundaria o quizás eran estudiantes universitarios de uno de los reputados centros de la ciudad, que escuchaban atentamente a un maestro o guía, quien en gran detalle les explicaba las obras más sobresalientes. Mucho me impresionó que los chicos ni chistaran, sentados en los bancos centrales de las diferentes salas miraban inmutables al disertador, a pesar de las exageradamente largas explicaciones que ofrecía.  Yo que soy tan amante del arte, no hubiera soportado a esa edad, con tanta estoicidad, todo aquel ilustrativo discurso, sin al menos mover una pierna, desviar la mirada hacia los frescos de los techos, o bostezar con disimulo.

El poderme abstraer mentalmente, en esas ocasiones, de la vorágine turística me permitió ver esa otra Venecia que  es mucho más que los canales y la historia que vamos buscando, es un mundo real de seres que, en los meses preferidos por los visitantes, se convierten en sus gentiles e improvisados guías, sirviéndoles en los restaurantes, informándolos en las calles, con suma amabilidad y sin prisa.  Ellos, los venecianos, que disfrutan tanto la buena comida, los conciertos, el relajamiento acompañado de un spritz o el delicioso bellini, que viven para el momento de llevarse a los labios un aromático espresso, macchiatto o cappuccino, no vacilan en guiarnos en nuestra breve incursión a su mundo de la dolce vita.




Foto Aymara Lorente


Puente de la Academia
Foto Aymara Lorente



Guido, un genuino veneciano, amable y culto.
Foto Pedro Lorente



Foto Pedro Lorente

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