Nuestro mundo y los techos de París.


Por Aymara Lorente




Foto de Aymara Lorente



  
Para Jael, José Luis, Julito, Male, y Pedro en este Noviembre.



Hay lugares y cosas con las cuales nos encontramos en la vida que, por alguna razón, ejercen una particular fascinación sobre nosotros.  Pienso que para cada cual es diferente, y que esa atracción está determinada, lógicamente, por nuestros gustos y sensibilidades.  Entre aquellos sitios y objetos que han logrado atraparme se encuentran la playa de Varadero en la provincia de Matanzas, y la arquitectura y atmosfera de la ciudad de La Habana en los tiempos de mi infancia, y más aun aquella anterior que solo conocí por las memorias y relatos de mi familia.  Ambos son lugares especiales en mi país natal, Cuba.  Varadero fue donde prácticamente aprendí a caminar, de la mano de mis padres, sobre sus blanquísimas arenas; y se sabe que es una de las más bellas del Caribe.  Mi atracción por La Habana no necesita explicación porque todos conocen que era, y quizás un día volverá a ser, una ciudad maravillosa.  Estos dos lugares, como todo nuestro país, perdieron mucho con la devastación creada por las arbitrarias, descabelladas y trágicas ideas aplicadas por la tiranía de los Castro y la cúpula de ineptos e insensibles personajes que le rodea, todos ellos responsables máximos de la involución de la naturaleza, la sociedad y la infraestructura en la isla.

New York City, que nunca me pareció ajena, ni siquiera antes de conocerla, es otro de esos lugares que jamás me será indiferente.  En cada paseo disfruto y admiro más y más todo lo que ella ofrece.  Es una extraña y muy agradable sensación verse, sentirse, como uno más entre sus gentes; disfrutar los detalles de su arquitectura, y la energía única que caracteriza a esta ciudad.  Para mi New York representa, por sobre todas las cosas, la libertad individual y el respeto que todos buscamos.  Esto es lo que también encontramos cuando viajamos por otros países democráticos, no importa la situación económica, o la volatilidad social y política mundial, siempre en ellos se respira el respeto y el orden que caracteriza a estas sociedades.  En un reciente viaje a España pude palpar nuevamente lo que acabo de mencionar.  Se sabe de la situación económica que atraviesa desde algunos años España, pero en la capital, y en otras ciudades, sus calles y sus edificios siguen intactos, batiendo, enfrentando, al igual que sus dignos ciudadanos, todos los vientos, esperando por tiempos mejores.  Así Madrid se veía magnifica, aunque en los hogares las familias sufran restricciones, pero todos comportándose con la dignidad necesaria, inspirada en muchos por la fe en Dios.  Lo mismo ocurre en los pueblos más pequeños, como Comillas, allí siguen mostrándose como joyas el palacio del famoso marqués, y el mismo Capricho de Gaudí, un encanto de obra con ese estilo, juguetón y sentimental al mismo tiempo, que caracterizaba a este artista, por ello su belleza nunca pasará de moda. Esas obras continúan mostrando la riqueza espiritual y artística de los españoles.  Al igual que el mar Cantábrico, hasta donde llegamos esta vez, siempre bravo y majestuoso, inspirando a todos con su fuerza y color.

Existen también otras creaciones del hombre que se convierten en símbolos, en cosas que más que a un país, sentimos que nos pertenecen a todos.  Así ocurre, a mi juicio, con la Torre Eiffel, que siendo un monumento que fue erigido para un uso temporal, que además causó gran controversia, pero que al pasar de los años logró convertirse en el símbolo de una gran ciudad, y de un maravilloso país; gracias a que uno de los suyos, el ingeniero Gustave Eiffel, lo diseñó desafiando convenciones, y soñando con crear algo más grande que el mismo. Los hombres de bien se admiran ante esas cosas, sin embargo los enemigos de la paz y el desarrollo, como los extremistas musulmanes, quieren apoderarse de monumentos como este, destruirlos o utilizarlos para sus fines.  He escuchado que entre esos demonios algunos pretenden reinar sobre la bellísima iglesia Sacre Coeur en lo alto de Paris. Esa es la diferencia entre ellos, que quieren dominar y pulverizar,  y nosotros que solo deseamos construir, preservar y admirar.

Allí en Paris, donde quiera que se alce la vista, uno se tropieza con esos techos maravillosos, de los cuales yo quedé absolutamente prendada. No sé si es el color, o la nostalgia de los tiempos pasados, la historia de la ciudad y de toda Francia que, al prenderse e impregnarse a ellos, le otorga esos tonos tan distintivos.  Es posible que personalmente no tenga yo mucho en común, en la forma de ser o de pensar, con un ciudadano de Paris, o quizás sí.  Solo tengo una amiga francesa que es mi vecina, y vive hace algunos años aquí, y aunque conserva ese acento tan peculiar, ya tiene la forma de vivir de un americano regular, así es que ella no es una referencia exacta para medir como son los franceses, o en particular los parisinos. Su hermano vive en Paris y ella me advirtió, con mucha delicadeza, antes de yo partir hacia la ciudad, que sus habitantes podían ser, a veces, un poco rudos.  Pero solo por el ambiente, y tanta belleza que te rodea allí,  uno se siente a gusto, sin entrar a mencionar otros infinitos atractivos particulares del lugar, como sus numerosos museos y creativos puentes; y qué decir de los dulces, y el buen café, entre otras muchas seducciones.  Pero además, sin darle más rodeo, solo por esos inigualables, mágicos techos es una delicia pasar tiempo en Paris. No he visto nada como aquellas estructuras que coronando la mayoría de los magníficos edificios los convierten en una homología sin igual, aunque debajo de ellos vivan los parisinos mas disimiles, de distintas capas de la sociedad, variadas personalidades y oficios.  Todos ellos están protegidos por esas lozas de un color indescifrable, entre gris, verde, azul y negro, todos fundidos en una amalgama singular.  En esos diminutos o espaciosos pisos hacen solo parte de su vida los habitantes de la ciudad.  Sabemos que pasan, muchos de ellos, horas en los parques y cafés  disfrutando cada minuto, y observando el deambular de la gente sin pensar en el transcurrir del tiempo. Coincido con alguien que describió certeramente la ciudad de Paris como un libro de cuentos encantados en vivo, real, en movimiento.


Comments

  1. Mil gracias a ti, querida Zoé. Yo se que disfrutas mucho, por todos nosotros, esos techos de París. Un abrazo.

    ReplyDelete
  2. Muy bonito el tema y la forma en que nos permites disfrutarlo. Me trae gratos recuerdos porque Paris fue mi primera escala al salir de Cuba en el 82, allí viví casi dos años y tengo muy gratos recuerdos de ese tiempo, y buenos amigos que conservo aún. Te felicito.

    ReplyDelete

Post a Comment

Popular posts from this blog

El mundo irreal

A gentle giant