Rara Avis. La dignidad en peligro de extinción



Por Aymara Lorente

Hace unos días coincidimos en el elevador de los parqueos del edificio donde vivimos con uno de nuestros vecinos, un señor cubano  de edad avanzada, que sabemos hace aproximadamente un año compro con su esposa un apartamento aquí.   Son una pareja lindísima, ambos afables y educados.  Me refiero a ese tipo de educación que no tiene que ver con los estudios, sino con la dignidad del ser humano.  Desde el momento en que subió al elevador, un aire distinto descendió sobre nosotros.  En pocos minutos cruzamos unas cuantas palabras,  y después pequeñas historias con matiz filosófico sobre cosas cotidianas y acerca de la realidad de la vida.  Tuvimos más tiempo para disfrutar de su compañía porque caminamos juntos desde los parqueos por el puentecito que conduce al edificio, conversando y ayudándonos con las puertas, para después tomar uno de los elevadores interiores.  De su boca solo salían expresiones sabias, todas dichas con una naturalidad y modestia admirables.  Este señor, que ha vivido mucho tiempo fuera de su tierra, es la estampa misma del esfuerzo humano por alcanzar y mostrar un autentico comportamiento honorable, normal, pausado; no importa por lo que se esté atravesando, si por una gran alegría o un terrible dolor.  Uno se conmueve ante las cosas y personas especiales, más aun si sabe que ya ese tipo de ser humano esta despareciendo.  Esos son los seres auténticamente gentiles, que dan las gracias con humildad, de corazón, y no con el objetivo de que le vuelvan a dar algo material, o la expectativa de recibir ayuda a cambio.   Cuando nuestro vecino se quedó en su piso, me di cuenta que mi esposo estaba sumamente emocionado porque, como ser humano y como cubano, él sabe los sacrificios que implica mantener la frente en alto, y lograr una situación y hogar estables en el exilio.  Yo, por mi parte, me sentí muy orgullosa de ese señor, y de este otro ejemplar cubano, de una generación posterior, con quien comparto la vida.

Así, de esa forma, era también mi abuela materna, y ella, sin proponérselo, supo comunicar la importancia de esa actitud a sus descendientes. En la familia todos sabemos ella era una persona muy especial que se vio en medio de duras circunstancias al quedarse viuda, y se comportó como una súper mujer, logrando ser respetada y admirada por todos.    Nunca olvidaré que mi abuelita dormía con sus medias largas debajo de la almohada, y lo primero que hacia al despertar, antes de poner los pies dentro de las sandalias, era colocarse sus medias.  Espero no me reproche desde el cielo el hecho de revelar este detalle intimo.  Nunca nadie la vio en casa sin sus medias finas, las cuales ella lavaba y volvía a lavar.  Así fue hasta su muerte, siempre con su peinado recogido y sus vestidos con encajes en el cuello.  Para comportarse con esa combinación de delicadeza y valentía, no hay que tener dinero, ni ser perfecto.   En eso radica la belleza de esas personas, y no en que se ocupe un puesto importante, te estires la piel o vistas con ropas caras o de marca.  La mantica tejida de mi abuela, su favorita, no era nueva, ni creada por un diseñador conocido, pero lucia preciosa en su modestia por la manera natural en que ella la llevaba sobre los hombros en las tardes fresquitas del invierno cubano.

Cuando pienso acerca de estas virtudes humanas, siempre me vienen también a la mente los japoneses.  Ese pueblo demostró un completo control y una dignidad extrema en medio de la desgracia múltiple del temblor de tierra, tsunami y desastre nuclear ocurridos en el 2011.  Parecía el fin del mundo para ellos, sin embargo, el silencio y la concentración que ejercieron, los convirtieron en héroes ante mis ojos.  Nada de quejas, griterías, pedidos, o lamentos.  Ellos se limitaron a trabajar día y noche para salir de las consecuencias de esos desastres naturales y de los errores cometidos.  Esa raza supo crecerse ante una situación apocalíptica.  Ante los ojos del mundo, su imagen quedo intacta.

Yo definiría la dignidad como el ejercicio del respeto a nosotros mismos y a los demás.  Por eso me avergüenza escuchar a un hombre quejándose del trabajo, o constantemente mencionar dolores físicos delante de extraños.  Son los mismos que siempre están inventando pretextos para hacer cada día menos, y si es posible, recibir ayuda pública, o del más allá; recibir algo, o exigir algo, que sin duda no merecen.  Ese es el tipo de hombre y también mujer, que no se respeta a sí mismo, que solo piensa en vestir a la moda, pasear, irse de fiesta, a tomar y a comer bien; o mucho mejor, coger un avión, haciendo todo eso, si es posible, con los gastos pagos, y sin sonrojarse por ello.  Creo que en el fondo piensan que se lo merecen todo. Es un fenómeno que vemos en aumento, además de la prepotencia y la indolencia, sumada a la chabacanería, el lenguaje vulgar, que resulta en un comportamiento totalmente irrespetuoso, y en muchos casos despiadado.   La dignidad no viene del tipo de trabajo que hagamos, sino de cómo lo hacemos; ni de la clase de ropa que vistamos, sino de cómo la llevamos. No se trata tampoco solamente de cómo seamos por dentro, sino de cómo nos proyectamos y como tratamos con delicadeza, o no, a los que nos rodean.   Lo que más abunda ahora es vivir el presente, la teoría del sálvese quien pueda, y de que piensen de mi lo que quieran.  No es más que el final, la destrucción de aquella actitud honorable  que era común en nuestros padres y abuelos, pero que ahora hay que salir a cazar, y en el futuro quizás solo exista en nuestros recuerdos o en los sueños.


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