Breves memorias de la otra Habana
Colador - obra de Ramón Unzueta
Por Aymara
Lorente
A mi madre Esperanza (Pita
para la familia) y a su hermana, mi madrina Ena.
(No puedo discernir cuál
de las dos era más cafetera)
A pesar del transcurso de los años, el
malecón seguía salpicando, especialmente en aquellos escasos días de los
llamados frentes fríos del invierno habanero.
Viajábamos en un carro repleto de sonrisas admirando el paisaje a ambos
lados. Los niños estirábamos los cuellos
tornando las cabezas de izquierda a derecha.
Allí, bajo la llovizna de la tarde, se alzaban a un lado imponentes
siluetas de edificios antiguos y modernos; y al otro el océano infinito, con su
agua juguetona y traviesa que saltaba por encima del muro, bendiciendo a los
enamorados y a los pescadores, para después salpicarlo todo, incluyendo transeúntes
y automóviles.
En esa área la brisa del mar suavizaba al
atardecer el olor que escapaba de las cocinas iluminadas. En apartamentos lujosos o modestos se sofreía
con la misma paradisiaca combinación de sazones. Pero por encima de eso se respiraba un aire
que era puro plátano maduro frito-- como bien describía y saboreaba, mientras inmortalizaba
esos placeres sensoriales, nuestro Guillermo Cabrera Infante. Ese dulzor quemadito y especial, mezclado con
los escapes del gas de la calle y el salitre, era para mí el olor
característico de La Habana de mi infancia.
Y más entrada la noche, se sumaba el aroma del café, simultáneamente
colado después de la comida.
-- Déjame un poquito para el café con
leche, decía una voz.
--Volvemos a colar más tarde, respondían a
coro.
Esto último lo contaba mi madre, como parte de
los recuerdos de su juventud, y de sus visitas de entonces a La Habana. Primero en El Vedado, cerca de la
universidad, y después en La Puntilla, Miramar. Ella confesaba asombrarse, por aquellos tiempos, ante la energía de la
ciudad y sus habitantes. Nos contaba
que, a cualquier hora de la noche, entraban por la puerta todas las inesperadas,
pero naturales visitas, (familiares, amigos, y jóvenes estudiantes con muchas
ilusiones y poco dinero, como mi tía Ena, la anfitriona, y una de ellos). Inmediatamente después de los saludos se
disponían a hacer café, una y otra vez.
Era parte imprescindible del amoroso recibimiento y la criolla conversación, en aquel mundo ya
perdido de la otra Habana.
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