El Museo Sorolla de Madrid, y algunas memorias turbias de La Habana
Por Aymara Lorente
Nunca imaginé
cuando era estudiante, y vagaba a solas por las salas del Museo Nacional de
Bellas Artes de La Habana, (como parte de mi inconsciente y sistemática evasión
del ambiente de manipulación que nos rodeaba en Cuba), que un día visitaría la
casa museo de Joaquín Sorolla en Madrid.
Este es un lugar muy especial porque uno, además de apreciar las increíbles
obras del artista, a través de éstas y de la contemplación de los numerosos
objetos y muebles que pertenecían a la familia, se llena del calor original de
ese hogar, y del profundo amor que Sorolla profesaba por la investigación, la creación
artística, y por sus seres queridos.
Muchas de las obras de Sorolla son retratos de su esposa e hijos, y
también autorretratos. Por ello, a
propósito o no, dejó plasmados en esas imágenes el diario acontecer del hogar,
así como sus viajes a diferentes playas, especialmente de Valencia, y otros lugares preferidos.
Mientras caminaba
por las habitaciones de la casa recordaba mi primer encuentro con
los originales de este pintor en La Habana.
En las salas de pinturas europeas sus obras contrastaban con el resto de
lo allí expuesto por el derroche de luz, la audacia y delicadeza de sus trazos,
más bien súper brochazos, diría yo. Algo
así solamente puede materializarse, hacerse realidad tangible, cuando la mano
del artista es guiada por la intervención divina. Recuerdo que la primera vez que posé los ojos
sobre una de aquellas estampas de playas y figuras tan ligeras, fluidas y
luminosas quedé fascinada. Esto ocurrió en
mis años de estudiante de Historia del Arte. También me viene ahora a la mente
la impresión y el poder que ejercía sobre mí ese edificio conocido como Palacio
de Bellas Artes porque tenía la dignidad de las cosas construidas antes de la
vulgar revolución. Era la época en que mis
amigas y yo aun no estábamos muy conscientes del bullir de bajas pasiones y el “backstabbing”
que se engendraba en aquel edificio de líneas sobrias, y ambiente fresco y
silencioso como un moderno monasterio. Esas
repetidas traiciones ocurrían calladamente en cada oficina de los
especialistas, y en todos los departamentos del museo; más que nada motivadas por la ansiedad de conseguir viajes al extranjero. Estos avatares los pude vivir más de cerca en
los años que trabajé en la institución Gran Teatro de La Habana, que dirigía, o
quizás aun dirige Alicia Alonso. Allí
esa batalla era sin tregua. Pero de la
misma manera que disfruté mi oportunidad de estudiante en el Museo Nacional de
Bellas Artes, mi radar natural me alejó de aquellos duelos, porque no era esa
mi naturaleza, además pensaba que un viaje de esos para mí era un sueño
imposible. Me dediqué entonces a aprovechar
el acceso a los ensayos y las funciones de ballet, y sobre todo a revistas y
materiales culturales internacionales, cosa que fuera de aquellas paredes era
casi imposible; y a estudiar y disfrutar la oportunidad de estar en contacto
con el trabajo de los coreógrafos, compositores, directores de orquesta, y
bailarines de todos los tiempos incluyendo los modernos. Gracias a ese instinto natural de alejarme de
lo falso y destructivo, mi interés por las artes siguió creciendo, y es aun lo
que más disfruto hoy. Algo que la tiranía
no me pudo arrebatar o destruir.
Los que vivimos
cerca de la ciudad de New York, y los que tienen la oportunidad de visitarla, gozamos del privilegio de apreciar los murales de Sorolla que se exhiben
permanente en The Hispanic Society of
America. Esas obras son magnificas
representaciones coloridas de todas las provincias de España. Aquí en Estados Unidos, y en otros viajes a
España, también he podido apreciar obras dispersas de este artista, pero nunca
había visitado su casa museo. Dentro de
esas paredes, en su estudio y taller, así como también en sus patios, se puede
palpar todavía el alma profunda, inteligente y diáfana del pintor. Algo muy emotivo y también simpático es leer
fragmentos, expuestos en algunas de las salas, de cartas a su esposa donde
comenta hechos cotidianos, analiza las características de la vida de aquel
momento, y también las impresiones sobre cosas que comentaban o hacían sus
hijos. En particular recuerdo ahora
algunos curiosos detalles de dos cartas diferentes. En una de ellas Sorolla habla de la
experiencia de haber llevado a su hijo adolescente a ver el espectáculo de una
famosa bailarina de la época, y le escribe a su mujer que el comentario del
hijo había sido que esa bailarina era más bien una verdadera máquina de coser; ingenua
y genial asociación que evidentemente surge por la velocidad en los
movimientos. En otra de esas cartas a su
esposa, Joaquín Sorolla escribe desde
una región del campo en España donde se encuentra haciendo investigaciones folklóricas
para sus futuras obras. En unas líneas comenta
de las cosas autenticas que ha encontrado en esas regiones intrincadas donde aun
se conservaban las tradiciones, y lo compara con la vida que ellos, su familia
y los que le rodeaban, llevan en ese momento, y dice algo así como que habían
dejado de ser un poco españoles, y ahora copiaban a los ingleses, mencionando
que, por ejemplo, en casa toman
té, y se bañan, como los vecinos británicos.
Estas son los detalles humanos, las impresiones que uno se lleva de esta
casa museo. Por ello visitar el hogar y taller de Joaquín
Sorolla en Madrid es una experiencia emocionante, al menos para mí lo ha sido;
algo inolvidable y enriquecedor que repetiría
hoy mismo.
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